A las pocas semanas de haber perdido a mi niño, un amigo vino a visitarme con la intención de “obligarme” a salir de casa y así respirar un poco de aire fresco.
Me llevó a un pueblecito marinero muy cerca de mi casa. Estábamos en pleno mes de agosto y, los turistas paseaban desenfadados por el paseo marítimo con sus chanclas y bermudas. No sentamos en los sofás de una terraza decorada a modo “chill out” con el mar frente a nosotros, de un azul precioso y a lo lejos se podía ver la silueta de un velero. Teníamos delante una panorámica preciosa y además la brisa marina era muy agradable. Pedimos unos granizados para combatir el calor.
Tras dar el primer sorbo pensé en lo bien que estábamos allí sentados sin hacer nada, tan solo charlando viendo el mar. Y me sentí bien, muy bien.
Hacía semanas que no me sentía así de cómoda y relaja pero de pronto allí sentada en ese sofá blanco hubo algo en mi mente que se activó - ¿cómo puedo estar aquí sentada como si no hubiera pasado nada si acabo de perder un bebé? - Había aparecido la culpabilidad
Me sentía mal por sentirme bien. Menuda contradicción ¿verdad? Estar mal porque estas bien.
Sentí el impulso de querer volver a mi casa pues creía que estar allí en aquella terraza no era correcto, pensé que estaba dejando atrás a mi bebé.
Me sentía culpable de seguir adelante sin el.
Me sentía culpable de sentirme bien.
Aún hoy me siento así en muchas ocasiones.
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